Aquí no se sientan los indios

Juan de Dios Peza

El hospital de terceros de San Francisco, que fue derribado hace tiempo, levantándose en su lugar un hermoso edificio de correos, era amplio y sólido,  distinguiéndose por los esbeltos arcos de su primer patio, que sostenían unos anchos corredores donde estaban los departamentos que sostuvieron por  muchos años a la Escuela Nacional de Comercio y Administración.
En el ángulo que daba para la calle de la Maríscala y el callejón de la Condesa, estaban los elegantes salones y la biblioteca de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
En el salón principal y derredor de una mesa de caoba con elegante carpeta, sentábase el Maestro Ignacio Manuel Altamirano con algunos de sus discípulos, y entre ellos Justo Sierra, Jorge Hammeken y yo, a redactar el periódico La Tribuna, en el que todos poníamos los cinco sentidos para que fuese cada número digno de la cultura de los redactores y del buen nombre de su director. Altamirano, como es sabido, era indio puro, se había formado por sí mismo, y con el orgullo de su raza refería las amarguras de su infancia, cuando en su pueblo natal asistía descalzo a la escuela, en que se sentaban de un lado los niños de razón, blancos e hijos de ricos hacendados, y del otro los indígenas, casi desnudos y en su totalidad muy pobres.
Cierta noche, después de que Altamirano nos había encantado con una conversación amena, entró de improviso en la sala un caballero, indio también, elegantemente vestido, con levita negra cruzada, llevando en su mano el sombrero de copa y en la otra un bastón de caña de Indias, con puño
de oro.

-¿No ha venido el señor Manuel Payno? –preguntó atentamente.
– No, señor –le respondí -, pero creo que vendrá más tarde y puede usted, si quiere, esperarlo.
– Muy bien –contesto el caballero, e iba a sentarse en uno de los magníficos sillones que allí había, cuando Altamirano, dirigiéndole una mirada terrible, le dijo:
– Vaya usted a esperarlo en el corredor, porque en esos sillones no se sientan los indios.
El caballero aquel, muy cortado, se salió sin decir una palabra.
-¡Maestro! –exclamo Justo Sierra -, ¿qué ha hecho usted?
– Voy a explicarlo, hijos míos. Era yo un niño muy pobre, desnudo, descalzo, que hablaba el mexicano mejor que el español, y cuando en la escuela de mi pueblo aprendí cuando aquel maestro enseñaba, éste me tomó de la mano, me llevó con mi padre y le dijo: “Ya no tengo nada que enseñar al muchacho; llévelo usted con esta carta mía al Instituto de Literatura de Toluca, para que allí le pongan en condiciones de hacer una carrera, y así conquiste el porvenir que se merece.”

Mi padre muy agradecido tomó la carta, puso en su huacal algunas tortillas gordas y unos quesos frescos y a la mañana siguiente, al despuntar el alba, se echó el huacal a la espalda, cogió su báculo, me tomó de la mano y salió conmigo de Tixtla para caminar a pie hasta Toluca.

El viaje fue fatigoso, porque el suelo del sur es muy quebrador y el sol es muy ardiente; dormíamos a campo raso y bebíamos agua en los arroyos que encontrábamos en el camino.

Excuso decir que llegamos a Toluca rendidos, a las cuatro de una tarde  nebulosa y fría.  Para no perder tiempo, mi padre se fue conmigo al Instituto y buscamos a Don Francisco Modesto Olaguíbel, que era el Rector, o en su ausencia, al Licenciado Don Ignacio Ramírez, que era el Vicerrector y que lo sustituía muy a menudo.

Ni uno ni otro estaba en el Instituto, y mi padre, llevándome de la mano, se  encontró con este caballero que acaban ustedes de ver entrar aquí y que estaba empleado en la secretaría.
– No están las personas que buscan –le dijo con tono agrio -, pero puedes  esperarlas, porque alguna de ellas ha de venir esta tarde.

Mi padre, en el colmo de la fatiga, se sentó en una silla, indicándome que yo a  sus pies me sentara en la alfombra. Cuando este caballero nos vio, miró con  profundo desprecio a mi padre y le dijo con orgullo:
– Vete con tu muchacho al corredor, porque aquí no se sientan los indios.

Y hoy, no hago más que pagar con la misma moneda, al que tan duramente  trató al autor de mis días…

Y en los ojos del maestro, que parecían diamantes negros, brillaron las  lágrimas de dolor, que fulguraban con el melancólico brillo de un recuerdo…

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