El término “virus” significa veneno; cuando se comenzó a estudiarlos, se vio que eran capaces de atravesar hasta los más delicados filtros y seguir ejerciendo su capacidad de enfermar, como un misterioso tóxico diluido. Si durante siglos no los descubrimos fue porque son increíblemente pequeños: se necesitarían unos 23 000 millones de virus amontonados —más o menos cuatro veces el número de humanos en el mundo— para poder observarlos a simple vista. El uso de ultracentrífugas y la microscopía electrónica develaron su misterio en los años cuarenta, y ya en los cincuenta se sabía que eran material genético (pueden ser moléculas de ácido desoxiribonucleico, el ADN o ácido ribonucleico, el ARN) recubierto de una cápsula proteica que los protege y les permite pasar de una célula a otra. Según definamos qué es la vida, podemos o no decir que los virus están vivos, porque no son capaces de reproducirse por sí solos: necesitan de los componentes, del metabolismo y del entorno de una célula (a la que infectan) para hacerlo. Los virus tampoco tienen un metabolismo; no necesitan alimentarse, respirar, ni excretar sustancias. Por el contrario, pueden permanecer años en un estado de latencia, como si fueran minerales en forma de cristal, aguardando las condiciones apropiadas para su propagación y reproducción. Podríamos decir que los virus se encuentran en el limbo entre la vida y la muerte. 

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